Desde tiempos remotos, el aborigen del Perú rinde culto a las cumbres nevadas de la cordillera de los Andes, a las lagunas y
manantiales, considerándolos como “pacarinas” o lugares sagrados, como sitios de origen de ciertos linajes, donde residían los dioses o seres míticos protectores de la vida.
Tratándose de un pueblo esencialmente agrícola como el de los incas, que poseía un territorio escaso de lluvias o desértico,
constituyó una preocupación permanente la búsqueda del agua para el cultivo del suelo.
Ello mueve a las más audaces empresas humanas a la construcción de trabajos hidráulicos que perduran hasta el presente y
aseguran la prosperidad y riqueza económica. El territorio fue explotado al máximo gracias al establecimiento de redes de
acequias y canales, acueductos, reservorios, represas y otras obras de ingeniería.
Junto a estas inquietudes surgen concepciones religiosas propias y un arte de hondo contenido simbólico, que tipifican a la
civilización peruana.
Dentro de las jerarquías divinas ocupan prominente lugar los dioses del agua, de las lluvias, de las tempestades; se divinizan
los fenómenos naturales, y ciertos cuerpos celestes siderales como la luna y el sol que personifican fuerzas favorables de la
producción de la tierra, surgen pléyade s de seres mítico s y agentes de los dioses, a los que secundan en sus funciones benefactoras para con la humanidad. Se les reviste de atributos y símbolos sagrados que sirven de distintivos individuales, dentro del nutrido panteón aborigen.